La que sabe de memoria mis historias y simula sorprenderse en cada reiteración de mi pluma ya agotada. La que me reclama con causa y también me perdona sin motivo.
La que, coincidentemente, hace el amor en el mismo sitio y la misma hora que yo.
Es aquella, gánster irreductible de la alegría, que desenfunda una sonrisa ante cualquier excusa. Es la que de vez en cuando está peinada para que yo la despeine, enojada para que la bese, desnuda para que la que necesite.
Es que la a veces se atreve a desafiarme a un derby de excesos, y hasta me gana.
Es la que ruega con los labios y exige con los dientes; la que roza con las yemas y marca con las uñas; la que reta con un “vos siempre el mismo” y acaricia con “gracias por ser el mismo”.
Es la que googlea mi nombre y se ríe porque lo que encuentra no coincide con lo que ella conoce. Es la blanca esperanza del papel aun no escrito, la gris melancolía de los versos cansados.
Un frasco de mermelada recién abierto; un ganchito clip, esos que sirven para todo; es un paraguas, y también un mojadura sin paraguas.
Fiera siempre hambrienta de mi alma, vegetariana que se traiciona ante mi carne.
Recortes de diarios que guardo para releer un día que nunca llegará por ese miedo a que lo que dicen me decepcione.
Perfume que recuerdo sin poder saber cuál es, y alguna frase que lamentablemente sé que es mía.
Una gran mujer es, para qué engañarme, como esa que ayer pasó a mi lado, inspirándome, sin sospechar que yo iba a cometer estas líneas; estas líneas que jamás sabrá que escribí para ella.