Ver para
creer, tocar para saber. El género del retrato, desde que queda
consolidado y encumbrado en el Quattrocento a la manera de las medallas
romanas, ha encerrado siempre contradicciones y metáforas incontestables. Los
estudiosos siguen sin ponerse de acuerdo a la hora de establecer los límites del
retrato y, lo que resulta más interesante, cuál ha de ser su enunciación más
justa. He ahí la capacidad de extrañarnos y conmovernos.
Durante siglos, la
exposición de acciones, la representación de acontecimientos, ha quedado
plasmada en la pintura hoy llamada "tradicional" o "clásica", cuya forma y
composición ha tendido a ser cada vez más clara, cada vez más real, cada vez más
próxima. Al menos, así sucedió (según nos cuentan) hasta bien entrado el siglo
XVII. Después, los juicios de parecido o verosimilitud dieron paso a otro tipo
de valoraciones, si queremos, no tan encorsetadas o ceñidas a una reglamentación
tan, a primera vista, estricta. Pero, ¿hasta qué punto esto es
verdad?
En relación con el
tiempo
El género del
retrato supone (y esto lo saben muy bien los pintores) una reflexión sobre la
propia condición del arte en relación con el tiempo, es decir, el triunfo del
hombre por encima de su condición natural finita. En este sentido, el retrato es
también un ejercicio de retórica, de indicaciones específicas mediante la
supresión o adición de elementos. Es un lenguaje y, como tal, contiene palabras
y significados que se nos escapan.
De alguna manera,
la literatura y el género del retrato, se han visto obligados a cohabitar a lo
largo de su dilatada historia. Ya en Grecia existía una tradición poética basada
en elaborar retratos, en su mayoría descripciones ficticias e "ideales" de
personajes inexistentes. Recordemos, por ejemplo, el caso de aquella oda de
Anacreonte (luego recogida por Francesco Petrarca) en la que el poeta solicitaba
a un pintor que configurara el retrato de su amada usando como único modelo su
descripción oral.
Espejo
doble
Literatura y
pintura han funcionado como un espejo doble, tanto de sí mismos como de todas
las disciplinas artísticas que han tenido cerca. A menudo fueron los artistas o
sus amigos escritores los encargados de enviar sus retratos acompañados de
explicaciones, sin otra intención aparente que la de "completar" el efecto final
del retrato, o sea, convencer al retratado sobre su parecido con la obra.
Pensemos, en este sentido, en los famosos sonetos de Pietro Aretino dirigidos a
los retratados por Tiziano, o las cartas que Giorgio Vasari tuvo que redactar
para justificar sus propios cuadros.
El retrato,
considerado como elocución es un ejercicio de oratoria y retórica "muda". Los
escritos al respecto de Cicerón, Quintiliano o Aristóteles, llegan al mundo
renacentista y los pintores los utilizan, configurándose un gran corpus o
abecedario de expresiones y gestos. Este hecho será provechoso no sólo para los
artistas, sino también para los teóricos del arte (Leonardo, Alberti, Vasari,
etcétera) que encuentran en la pintura un lugar donde desarrollar sus ideas a
propósito de los llamados "movimenti dell'anima" o expresión de los
affetti (afectos, emociones) ¿No es el rostro el lugar de las
pasiones?
Breve guía para
ver a Rafael
Quien por vez
primera se encuentre con la obra de Rafael y sus discípulos y no esté
familiarizado con la historia de la pintura, advertirá una presencia masiva de
cuerpos y rostros. Comparando las figuras, sin detenerse en el carácter
alegórico de los temas tratados (en su mayoría, religiosos), podrá entender cómo
los pintores del círculo de Rafael están repitiendo modelos, es decir,
encontrará, a simple vista, una sucesiva repetición de
formas.
Si, además,
observa con atención cada cuadro, descubrirá en qué modo sus elementos (esas
figuras) establecen relaciones entre sí. Notará cómo cada parte de la
composición está vinculada al resto de una manera homogénea mediante dos
recursos fundamentales: los movimientos de las manos (el gesto) y la dirección
de las miradas (la atención).
Rafael, como
también los pintores venecianos de su época (Giorgione, Tiziano, Veronés), fue
maestro en el arte de componer escenas, de ahí que se haya subrayado siempre su
faceta como "creador" más que como artesano de la pintura (al igual que
sucederá, un siglo después, con Rubens).
A la hora,
por ejemplo, de comparar sus grandes composiciones religiosas o sus
Madonnas con sus retratos finales, el espectador podrá ver que algo
cambia. Los gestos acaban por desaparecer en muchos casos, hasta el punto de no
existir ni la mano que los sustenta, como ocurre en el famoso retrato de
Baltasar de Castiglione (h. 1519). El cuadro apenas deja ver un trozo de
las manos juntas del humanista, que parecen como cortadas por el borde del
cuadro (los especialistas insisten en demostrar que el cuadro fue pintado así,
sin sufrir modificaciones posteriores que pudieran hacernos pensar que el lienzo
fue cercenado). Sin signos corporales que porten mensajes, con manos mudas, los
retratos parecen ser espejos de nosotros mismos. "Aunque con los movimientos de
las otras partes del cuerpo se suele acompañar el hablar, no hay sin embargo
miembro que a todas las variedades del decir [que son infinitas] pueda acomodar
sus actos sino las manos, que en cierto modo puede decirse que en verdad
hablan", escribía un médico napolitano en el siglo XVI.
¿Se trata de manos
que nos invitan a tocar o manos que, como jeroglíficos, nos invitan a leer?
El último Rafael está plagado de enigmas en los que la mano tiene mucho
que decirnos. No son, únicamente, manos verosímiles portadores de gestos
reconocibles. Se trata, sobre todo, de códigos ajenos a la propia naturaleza,
ajenos a lo que podemos ver en nuestra vida cotidiana (Darwin, en su
Expresión de las emociones en los hombres y los animales admitió la
imposibilidad de demostrar mediante la naturaleza de los seres; comprendió que
la pintura era un artificio codificado, algo "no
natural").
En este sentido
conviene no perder de vista en la exposición el cuadro Autorretrato con
Giulio Romano (1519-1520). Es una pintura en la que aparece el maestro
Rafael, apoyando su mano izquierda en un supuesto Giulio Romano que extiende su
brazo en escorzo hacia el espectador. Parece ser que el cuadro sufrió
transformaciones en la composición. En origen, el supuesto Giulio Romano miraba
en otra dirección (ahora lo encontraremos girándose y mirando al maestro) y la
mano de Rafael no aparecía apoyada en su hombro... ¿Por qué hubo que incluir una
mano que uniese a los dos artistas? El joven discípulo quiere como "sacar" su
mano del cuadro (la del escorzo), mientras que el maestro parece recordarle que
su sitio está ahí dentro, en la pintura.
Del 12 de junio al 16 de septiembre de 2012.
Comisarios: Paul Joannides y Tom Henry.
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