CARTA DEL DIRECTOR
Cuando hace 15 días tuve el privilegio de contemplar La última cena en el refectorio del antiguo convento de Santa María de las Gracias de Milán, embriagado por la acumulación de todos los «movimientos del alma» reflejados en las reacciones de los 12 apóstoles ante el dramático anuncio de Cristo de que en el grupo había un traidor, se me ocurrió preguntar a mis amigos de Twitter qué hubieran hecho ellos de haber estado allí. En cuestión de minutos recibí un alud de mensajes y, pese a que se trataba de una pregunta abierta que no requería identificar a nadie, en la mitad de ellos figuraba la palabra Rubalcaba.
Aunque parte de esas respuestas puedan parecer autoinducidas por mi propia opinión, de sobra conocida, ni siquiera los más acérrimos defensores del hombre que acaba de hacerse con el poder en el PSOE podrán negar que pocas veces la imagen de una figura pública ha estado tan amplia y estrechamente asociada al estereotipo negativo de la traición. Sólo Paco Fernández Ordóñez o los democristianos de UCD tuvieron alguna vez un aura remotamente parecida, con mucho menos motivo.
Así como los ingeniosos o los iracundos van dejando huella indeleble de sus actos, las traiciones son subterráneas y no es habitual escuchar a nadie vanagloriarse de haberlas perpetrado. Menos aún cuando la víctima se ha caracterizado por verter todo tipo de dones sobre su desagradecido verdugo. Tanto es así que Leonardo vagó durante meses por las calles de Milán en pos del rostro de Judas pues, como explica Giorgio Vasari, «temía que no fuera posible encontrar a nadie que habiendo recibido tantos beneficios de su Señor, poseyera un corazón tan depravado hasta hacerle traición». De hecho, de todos los rostros de los apóstoles el más difuminado en el cuadro por la tenue luz del sfumato es precisamente el de Judas.
Así como la indefinición de esa figura y la propia ambigüedad del momento en que aún no se ha descubierto la verdad, elegido por Da Vinci para su obra, refuerzan el enigma sobre los motivos de Judas, lo paradójicamente inquietante de lo que acaba de suceder en el PSOE es lo sencillo y claro que parece todo. Con 30 monedas de plata no se iba a ningún sitio ni siquiera «en aquel tiempo». Apenas daba para pagar una cena de empresa o comprar un trozo de tierra para una sepultura. En cambio el liderazgo del PSOE -incluso pasando a la oposición- supone una plataforma de poder con mucho que repartir.
Si el móvil es obvio y la trayectoria del traidor acreditada, ¿qué más necesitamos para levantar el acta del crimen? De igual manera que dos y dos son cuatro, Rubalcaba ha apuñalado a Zapatero para quedarse con la finca y evitar tener que disputar la herencia con Chacón. El más amado de los discípulos era, en efecto, en este caso una mujer, y la llorosa comparecencia de la ministra de Defensa ha venido a colmar todas las fantasías de Dan Brown sobre la presencia de la Magdalena en el cuadro. ¿Caso cerrado? Sí y no.
Comoquiera que uno de los tuiteros me devolvió la patata caliente preguntando a su vez qué habría hecho yo si hubiera estado presente en la cena de aquel jueves, mi reacción fue casi pauloviana: primero contarlo en internet, luego grabar un videoblog y enseguida poner en marcha el mayor despliegue de periodismo de investigación posible. O sea mi hoja de ruta desde el mismo instante en que se anunció la inesperada rueda de prensa de Ferraz.
Hará falta más tiempo para identificar todas las conductas y poner a cada cual en su lugar definitivo en el cuadro, pero en las horas transcurridas ya hemos podido descubrir que aquí ha habido mucho más que la traición de Rubalcaba. Algunas de las más activas complicidades en el regicidio no constituyen sorpresa alguna. Por ejemplo que el que llevara el puñal a la espalda, al modo en que lo hizo Simón Pedro, fuera Chaves. Si alguien estaba dispuesto a matar con tal de preservar el viejo orden era quien se sentía más amenazado por el riesgo de convertirse en símbolo de lo intolerable en un PSOE dispuesto a renovarse.
Muchos se quedarán en cambio atónitos al saber que el propio José Blanco que hizo el mismo ademán de proteger a Cristo que Santiago el Mayor, desplegando los brazos en defensa de las primarias cual si de poner un dique a la petición de congreso extraordinario se tratara, era en realidad el jefe de estado mayor de la conjura. Hasta tal extremo que ha llegado a jactarse de haber sido el inspirador y coordinador del órdago verbalizado por Patxi López y Fernández Vara. De hecho, otros barones bajo su batuta estaban listos para repetir el estribillo, si él lo hubiera considerado necesario.
Lo ocurrido ha sido en definitiva una repetición sofisticada de aquellos nuevos sucesos de La Granja de hace dos meses cuando Rubalcaba en el papel de Carlos María Isidro y Blanco en el de Calomarde presionaron al agonizante Zapatero para que derogara la Pragmática Sanción -o sea las primarias- que alentaba las pretensiones de la bien querida niña. Como ya revelé en su día, aquella intentona, culminada durante un almuerzo en La Moncloa, estuvo tan a punto de fructificar que el presidente encargó el discurso en el que se cubría el trámite estatutario con el engendro de unas primarias uníparas, acompañadas de la unción oficial de Rubalcaba. O sea lo de ahora.
Su marcha atrás del 2 de abril dejó al involucionista bando apostólico con dos palmos de narices y le permitió a él entonar su canto del cisne, refrendado por ese titular de EL MUNDO que le hizo sacar pecho: «Zapatero deja el futuro del PSOE en manos de sus 220.000 militantes». Fue bonito mientras duró: apenas un cuarto de hora.
La madeja de la ambición seguía tejiendo el tapiz de esta historia sobre el bastidor del factor humano. Blanco descarta retirarse a Galicia a disfrutar de la familia porque sus opciones vitales son muy distintas de las de Zapatero. Rubalcaba y él aprendieron de aquella escaramuza que no bastaba con persuadir al presidente sino que había que asustarle. Probablemente ya quedó convenido entonces que tan pronto como se consumara la derrota -tras la campaña codirigida por ambos- habría un López, secundado por un Fernández, que pediría el congreso.
Y, claro, a las maquinaciones de este tándem y sus acólitos hay que sumar las del siempre inabarcable Bono, si bien tuvo al menos la deferencia de decírselo todo a la cara al presidente. Lo hizo el propio 22-M al término de un almuerzo en el que junto a sus hijos sirvió de anfitrión en su casa de Toledo a Zapatero y Sonsoles, con su consuegra Natalia Figueroa, el alcalde de la ciudad García-Page y el amigo de la familia Miguel Bosé como únicos apéndices. Acabada la cena, (perdón, el almuerzo), el perdedor del congreso de 2000 le dijo al vencedor que las primarias eran un disparate, que el Comité Federal debía proclamar candidato a «Alfredo» y que él debía formar un nuevo gobierno de primeras figuras para aplicar de verdad las reformas y darle al PP la batalla por el centro, en lugar de virar hacia la izquierda como proponían Chacón y sus amigos.
Si tenemos en cuenta el activismo en pro de los conspiradores de un Jáuregui desde dentro del Gobierno -lo que anunció indiscretamente que iba a pasar se ha cumplido al milímetro- o de un Ibarra -en sintonía con González y Guerra- desde el oneroso estanque dorado de su jubilación; y si consideramos además que la resistencia de barones como Griñán, Barreda o Tomás Gómez hay que interpretarla más en clave de particulares ajustes de cuentas que de apoyo abierto al presidente, casi habría que llegar a la conclusión de que la frase evangélica certera era esta vez: «Ninguno de vosotros dejará de traicionarme».
Podríamos desembocar así en la imagen «a lo Adolfo Suárez» -sustitúyase el móvil por el pitillo- de nuestra portada del viernes en la que un Zapatero fuera de la realidad y abandonado por todos encabeza un vacío banco azul. Pero sería un final demasiado tópico para alguien tan alambicado. De hecho aquí queda por añadir un elemento clave y es que resulta que en la conspiración contra Zapatero ha tenido un papel muy importante otra persona más: él. No hay más que ver la satisfacción con que se acopla al papel ornamental que le han dejado y la indulgencia con que despacha el chantaje del congreso, explicando que no es que la jugada fuera en su contra sino que simplemente se desarrolló a sus espaldas.
Si bien en tiempos contemporáneos se ha catalogado como «síndrome de Estocolmo», esta desviación de la conducta de las víctimas tendente a justificar a quienes les han sometido a las mayores sevicias o traiciones ya tuvo curiosas manifestaciones en la antigüedad. Así la patrística de San Ireneo y San Epifanio nos ha dejado el recuerdo de la persecución contra una secta de carácter gnóstico conocida como los cainitas, que sostenían que Judas había actuado bajo la inspiración divina, haciendo un gran servicio a la Iglesia al traicionar a Jesús para que este pudiera redimir a la Humanidad.
Se me dirá no sin razón que algunos teólogos modernos tienden a la benevolencia retrospectiva a la hora de juzgar a esa secta. Pero, claro, en la situación que nos ocupa ni hay el menor indicio de que Judas tenga el propósito de ahorcarse, ni menos aún existe un protocolo para afrontar el supuesto de que sea el Papa el que se haga cainita.
pedroj.ramirez@elmundo.es